miércoles, 3 de julio de 2013

El último esguince

No veo nada. Las hojas de los árboles bloquean la poca luz de la luna que podría ayudarme ahorita. No se escucha nada. Se siente, pero no se escucha. Se siente todo. Se sienten la tensión, el frío, el miedo, la soledad y el silencio te para los pelos. Sé que está como yo, paralizado pero alerta. Sé que está inmóvil, buscando en el aire mi olor. Moviendo sólo los ojos hacia todas partes, tratando de conseguir mi silueta o mi sombra delatora en la tierra. 

El menor movimiento puede delatar nuestras posiciones. Un sólo ruido es todo lo que él necesita para empezar la cacería. Con eso, yo me daría a la fuga. Él, arremetería. Me perseguiría hasta que yo me desmaye del cansancio. Eso sería lo único que me haría parar, desmayarme. Eso sí lo tengo claro durante estos momentos de tensa calma. Si me muero, me muero peleando hasta el final. Si me muero, me muero porque un músculo se me separó de la pierna por la carrera o porque un pulmón se me salió por la boca. Si me muero no es porque él haya ganado, no es porque él sea más fuerte. 

Yo no me quiero morir. La noche es bonita y yo no me quiero morir.

En mi cabeza, le pido a mi corazón que no lata ni tan rápido ni tan fuerte. Quizás él es capaz de escuchar esos ruidos.  No recojo ni seco las gotas de sudor que me caen de la frente, las dejo correr porque no quiero moverme. Tengo frío, hambre y calambres en las piernas.  

Tengo casi doce horas escapando. Doce horas jugando al escondite y nunca me ha tocado buscar a mí. En este juego no hay taima. Mi oponente es irracional y no se le pueden explicar las reglas. No entiendo por qué no se ha cansado, por qué no se ha ido a jugar con alguien de su tamaño, por qué me sigue persiguiendo a mí. Yo estaba caminando por el Parque del Este, como dijo el doctor que hiciera y decidí cruzar a la derecha en vez de agarrar la izquierda como hacía todo el mundo. Mis ojos empiezan a distinguir más formas en la oscuridad. Su silueta es aterradora y tengo que morderme la lengua para no gritar. Nadie te dice eso, que hay cosas a las que nunca les pierdes el miedo a pesar de haber estado tanto tiempo cerca de ellas. 

Subo la mirada procurando inclinar mi cabeza lo menos posible. Sí, lo vi venir y aquí viene. Se rompe. Un mango inoportuno decide que es un buen momento para separarse de sus amigos mangos y de su arbol. El mango no ha empezado su caída libre, no ha hecho contacto accidental con el tronco en su descenso, no ha chocado inoportunamente con ninguna rama y él ya empezó su carrera. No sé si sabe que es un mango, no sé si sabe que no soy yo pero no voy a quedarme escondida entre las ramas a preguntarle. 

No hay nada más que hacer, no hay nada más que esperar. Hay que empezar a correr. 

Es tal cual en las películas. La distancia que yo recorro dando veinte zancadas, él las recorre dando dos pasos. Cada pisada suya hace que tiemble la tierra, los árboles, la luna, las nubes, las matas y mis piernas. El único animalito que no está paralizado viendo el espectáculo, es este animalito que está corriendo. La tierra está humeda y huele a grama recién cortada pero no puedo pensar en eso. El tiranosaurio rex que me persigue no me ha dado tregua, no va a empezar ahorita. No va a dejar que me pare a oler una florecita del camino. Casi pelo una curva, mis ojos no están diseñados para esta oscuridad. Corro a todo lo que mi cuerpo puede, no pienso en el dolor ni en el cansancio. Pienso en que no me quiero morir así, como en Jurassic Park. Pienso en cómo coño terminó un tiranosaurio en un desvío poco conocido del Parque del Este. Mientras corro, pienso en todas las veces que quise protagonizar una película así. Mientras corro, maldigo el poder de la mente. El instinto de supervivencia mueve mi cuerpo ara que yo tenga tiempo de pensar estupideces. Corro, brinco, esquivo, doblo, corro más rápido, volteo a medir la distancia que separa al cazador de su presa. Corro, esquivo, cruzo, cruzo, me resbalo, me recupero, esquivo, corro más. 

No veo una rama. Me tropiezo y me caigo. Me duele el tobillo y no me puedo parar. Bien bello, pues. Muerte por esguince. Se acerca a mí, cada vez huele peor. Empiezo a llorar, resignada. Espero que me coma de un solo golpe, si me mastica me va a doler más. 

 –Andreína
–¡Andre!
–¡Noooooooooo!

El golpe de mi frente contra el parquet de mi cuarto no me despertó. Me despiertan los gritos de mi mamá y de Javier, que tratan de despertarme. Estoy en el piso, en pijama, al lado de la cama pero tendida como si hubiera estado yendo al baño. 

–¿Qué te pasó hija?–mi mamá se ve muy preocupada. Estoy llorando a mares, me duele la rodilla izquierda que me operaron hace cuatro días. Me duele la frente y me duele el tobillo derecho. 
–Má, yo creo que estaba soñando porque los gritos me despertaron a mí. Creo que estaba rendida y tuvo una pesadilla. 

Mi mamá me calmó como pudo. Javier me cargó y me acostó en la cama de nuevo. Uno de los dos me dio un icepack para el tobillo, pero nadie consiguió icepacks para el orgullo en el freezer. Y así, el mismo día que me esguincé por última vez el tobillo derecho, descubrí que soy sonámbula si la pesadilla es muy fuerte.  

1 comentario:

Gabriela Araque dijo...

"hay cosas a las que nunca les pierdes el miedo a pesar de haber estado tanto tiempo cerca de ellas"
jaja me encantó.