Este blog siempre me ha servido para drenar y hacer katarsis cuando estoy triste. Hoy estoy triste. Estoy irremediablemente triste desde que me robaron mis zapatos. Me preocupa cómo estará el Tapato que se llevaron, porque por lo menos los otros estaban acompañados. El Tapato que se salvo está conmigo en el carro siempre y es como los juguetes cuando era niña: estoy segura de que se deprime al no ser usado. Estoy segura de que extraña a su hermanito y que reprocha demasiado no haberlos bajado del carro. Cada vez que lo saludo siente mixed feelings. No sabe si estar agradecido por haber sido él precisamente el que quedó por fuera o si hubiera sido mejor que se los llevaran a los dos. Está confundido. Estamos confundidos los dos.
¿Estoy loca porque esto me duela tanto? Al fin y al cabo, salí barata, ¿no? A la gente en este país le roban la vida todos los días. Y yo, llorando por unos Tapatos. Debo reconocer que a los otros no los quería tanto. Lo que pasa es que esos zapatos en particular eran mis favoritos. De los tres pares de Tapatos que tenía, me quedan dos y medio. Unos muy amateur, nunca incómodos, pero que no me quedaban como un guante como los desaparecidos. Los otros, más profesionales, son muy pesados y tienen rayitas amarillas—no había plain old black—y debo reconocer que detesto el amarillo por sobre todos los colores.
Lo que pasa es que yo amaba los Tapatos. Cuando me los compré, me los compré por recompensar mi esfuerzo y mi dedicación y haber mejorado demasiado en un mes intensivo de clases en Broadway Dance Center. Aprendí pasos que nunca pensé que iba a ser capaz de hacer y cuando me los ponía era como si tuvieran vida propia. Un día, uno de los Tapatos perdió un tornillo. Me tardé 3 años en conseguirle el reemplazo.
Un tornillo de 5 mm tuvo a los Tapatos encerrados por tres años y después dicen que el tamaño no importa. Cuando necesitaba urgentemente bailar, me ponía el que estaba bueno y uno de los zapatos de amateur. No me gusta mucho el sonido de las chapas pero eran momentos puntuales en los que tenía que bailar. En los que, aunque sabía que no debería estarlo haciendo, el cuerpo me lo pedía. Me lo suplicaba a gritos. “La rodilla,” me decía el alma, “puede aguantar. La rodilla,” me decía la cabeza, “se va a arrepentir”. Ambas tenían razón.
En los talleres de Elia había siempre una muestra final en la que se nos permitía hacer ejercicios libres. Cada uno escogía una actividad: algunos recitaban poesía, otros hacían monólogos, otros parodias de la clase, otros leían cuentos. Era un momento genial y muy emotivo para todos, porque eran ejercicios para la libertad.
Yo siempre bailaba. En los tres talleres bailé. La primera vez que bailé me fue… bien. Puse el corazón y la técnica, todo me salió bien. Me amargué un poco porque una chapa sonaba feo—los zapatos de amateur no son Capezio—pero me sentí bien.
La segunda vez que bailé me fue amazing. Había una bailaora de flamenco en mi clase que bailó justo antes que yo. Ella bailó primero, todos con ella. Yo bailé después y fui yo como nunca antes por los minutos que duró mi ejercicio. Después de los aplausos, el monitor de las clases dijo que siempre le había dado curiosidad saber cómo sonarían los dos estilos fusionados. Ella y yo nos vimos a los ojos y dimos brinquitos por esta posibilidad mágica con la que nos habíamos topado y que no planeábamos perder. Pusieron la música que ella había llevado y le dimos. Por cinco minutos reinaron los sonidos de nuestros pies, el movimiento de nuestros cuerpos, el silencio de nuestros amigos y sus caras de incredulidad. Por cinco minutos, tanto ella como yo, fuimos libres. En algún momento, a mí se me aguaron los ojos. Las manos me temblaban y recordé cuánto me gustaba estar ahí. Como me mueve, como me apasiona, como hace que se me paren todos los pelos de los brazos y de la nuca. Cuanto me importa. Recordé cuánto me importaba exactamente.
La tercera vez, hice a alguien llorar. La luz en el espacio que teníamos ese día conspiró a mi favor. El sol de Caracas entraba por las ventanas y me acariciaba la piel sin encandilarme. Yo tenía dos zapatos distintos y nunca me había importado menos. Las condiciones eran las mismas de las veces anteriores: ser libre en el ejercicio y no poner otra música más que la de mis pies. Los sonidos de las chapas. I was beating my own drum. El paso era el mío, el tempo era el mío, la luz era mía y el mundo entero estaba detenido para oírme. Si quería dar una vuelta, sin técnica, just for the heck of it, lo hacía. Si quería hacer un pull back doble, el piso estaba ahí dispuesto. La música que hice ese día ha sido la mejor música que he hecho. Lloro porque mi Tapato ya no está para acompañarme. Podía poner la vista donde quisiera. Podía seducir, entretener, mover, llevarlos y traerlos conmigo. Me busqué y me descubrí. Me emocioné y me encanté. Me perdoné y me reí. Ellos me buscaron, me descubrieron, se emocionaron, se encantaron, me perdonaron y se rieron conmigo. Yo iba a llorar y ella lloró conmovida por mí. Nunca sabrá cuánto significaron sus lágrimas y su conexión. Nunca se imaginó cuánto significaron sus palabras.
Yo, sí. Estoy llorando por un par de Tapatos. Si eso me hace una loca, significa que estoy en el camino correcto a convertirme en la artista que voy a ser.
¿No?
1 comentario:
Welcome back!!
Claro que si, tienes razón!
"No hay un gran genio sin mezcla de locura."
Aristóteles
Que vaina con el tapato huérfano, y con el extraviado. Así hayan estado separados a ratos, igual deben extrañarse todos Ustedes. Pero bueno, consíguele pareja! ó búscate otro par y no dejes de mover esos pies.
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