Me gustaría poder decir que fui
encantadora y simpática en el camino a casa de Daniel. No fue el caso. La
verdad es que después de que me dijo que había estado imaginándose todo el día
las cosas que quería hacerme, no hablé mucho. Un poco antes de llegar a su
edificio en La Castellana, él también se
quedó callado y dejó la mano quieta. En mi pierna, pero quieta.
Entrar al sótano me recordó a la noche
anterior, en el estacionamiento del San Ignacio. Apagó el carro. Volteó a verme
y me sorprendió con un beso en la frente. Sacó su iPod de la guantera y me dio
otro en el cuello. “No te bajes, yo te abro la puerta,” me dijo en el oído. “Estoy
jodida,” pensé. Cuando me abrió la puerta traté de hacer como las actrices de
Hollywood cuando se bajan de las limosinas. Creo que se dio cuenta de que
estaba tratando desesperadamente de ser elegante y cool porque se sonrío un poquito, pero no me dijo nada. No me soltó
la mano hasta que llegamos al ascensor.
Sacó su llave y marcó el PH. “Me encanta
tenerte así, atrapada,” me dijo cuando se cerraron las puertas. “Para algo
están las alarmas” contesté, estirando la mano hacia el botón. Se rio y me
agarró la mano, llevándola a rodearlo por la cintura. Me daba miedo cuando me
veía así. Me excitaba que me diera miedo cuando me veía así. Me besó. Sabía a
menta y yo no me acordaba si me había cepillado los dientes antes de salir.
Traté de subir las manos para acariciarle el pelo, pero no me dejó. Me presionó
más duro contra la pared del ascensor. Empezó a jugar el juego que detestaba,
separando la cara de mí. Decidí no jugar. Me obligué a no buscarlo ni besarlo,
contra todo lo que mi cuerpo quería y necesitaba. “Hacerte la dura en un
espacio tan chiquito no es una buena idea, Cecilia,” me regañó mirándome a los
ojos. “Yo no me estoy haciendo la dura, tú sí. Fuiste tú el que se echó para
atrás ahorita. No beso a nadie que no quiera besarme a mí, Daniel,” le dije. Le
quité la mirada. No podía más. Me moría por quitarle la camisa y por besarlo
hasta que no pudiera respirar. Me derretía como sonaba mi nombre completo en su
boca. Su voz era un afrodisíaco muy poderoso y yo no tenía el antídoto. Cecilia
nunca había sonado tan sexy antes. Chechi me sonaba a pendeja. Cecilia sonaba a
la mujer que sería capaz de hacer lo que quería, que en este caso era llevarlo
directo al cuarto. El problema era que no sabía donde quedaba el cuarto y que no
me sentía como Cecilia, sino como Chechi.
El apartamento tenía una vista increíble
de Caracas. Viendo la ciudad de lejos y de noche, era imposible extrañar
Margarita. Daniel prendió las luces. La sala, el comedor y la cocina
constituían un solo ambiente.
—Quieres algo de tom…
—Vino, por favor.
—Jajajaja, tinto o blanco?
—De qué te ríes?
—De que estás tan nerviosa que no me
dejaste terminar de ofrecerte nada.
—OK, creo que te estás imaginando cosas,
Daniel. Tinto, por favor—finge demencia,
a toda costa, Chechi. ¡Vamos que sí puedes!
—Yo sé que no me lo imaginé, pero OK.
Siéntate donde quieras—empecé a caminar para hacerle creer que era una mujer segura
y confiada, pero no sabía a donde estaba yendo—y mira, Chechi—me volteé—no
estés nerviosa. Hoy voy a hacer que la pases muy bien.
Mi tercera copa de vino estaba casi por
la mitad. Los quesos que Daniel había puesto en el bar estaban intactos. Yo no
tenía hambre y él estaba muy ocupado jugando a que yo cayera primero. Daniel
sabía perfecto como entretenerme, como seducirme, como mirarme y como tocarme
suficiente para que yo me excitara pero no para que le saltara encima. Me había
servido más vino en dos ocasiones sin que yo lo pidiera. Se paraba detrás de
mí, se inclinaba encima de mi hombro a milímetros de mi piel, me respiraba en
el cuello y llenaba la copa. Después, se reacomodaba en su silla. Pasamos casi
dos horas hablando. El vino, la conversación y la luz de la luna sobre nosotros
me habían relajado, pero no iba a caer. Si él quería acostarse conmigo, tendría
que iniciarlo. En primer lugar, porque quería que quedara algo de mi integridad
y en segundo, porque aunque me muriera por hacerlo con él, yo no sabía cómo
empezar.
—Qué bella te ves cuando te ríes.
—Gracias
—No bajes la cabeza. Es en serio. Te ves
más bella de lo que eres normal.
—Gracias.
—Ven acá, vale.
Como si tuviera algo en mi contra, el
shuffle del iPod decidió que era un buen momento para que sonara Control de
Viniloversus. Daniel se paró de su silla y con las dos manos me agarró el
cuello. Nos besamos con las ganas que habían ido creciendo durante la noche y
ya no podíamos esconder más. Sin dejar de besarme, bajó su mano y con un dedo
me acarició la clavícula. Luego el esternón, por encima de la camisa. Bajó sus
dos manos a mi cintura y me paró de la silla.
Una vez fue más que suficiente.
Me quitó la camisa y me desabrochó el
sostén sin dificultad. Moví los brazos buscando taparme y no me dejó. Me
sostuvo firme y empezó a besarme los senos. Se me doblaron las rodillas.
Ya lo dije pero tú no entiendes.
Cerré los ojos y decidí no pensar. No me
iba a sabotear lo que estaba pasando. Sus manos y su lengua jugaban con mi pecho.
Estuve a punto de gritarle que no cuando quitó una para desabrocharse el primer
botón de la camisa.
Yo te veo y tú no te defiendes.
Buscó mi boca de nuevo y empezó a
caminar, obligándome a ir de espaldas a donde me estaba llevando. Bajé mis
manos a su camisa y empecé a ayudarlo con los botones. Todo pasaba rápido y al
mismo tiempo.
Y entonces el cuchillo que te estoy
clavando
Me voltéo y pegó su pelvis contra mis
nalgas. Me acarició y me sopló la espalda. Seguí caminando como pude. Lo sentí
desabrocharse el cinturón y me rodeó con sus brazos para desabrocharme el botón
del bluejean.
Comienzo a pensar que lo estás
disfrutando.
Mientras bajábamos la escalera estuve
cerca de caerme varias veces. La primera vez cuando metió la mano adentro del
bluejean y se puso a jugar con el encaje de mi pantaleta. La segunda, cuando
empezó a mover su dedo al ritmo de la guitarra de la canción.
Me haces perder control, me haces perder
control.
Se puso de frente a mí y me besó. Su
lengua jugaba con la mía. Me haló el pelo y ni siquiera me pidió perdón. Me
dolió pero estaba concentrada en seguir las instrucciones que me mandaba con el
pecho sobre hacia donde tenía que caminar.
Me haces perder control, me haces perder
control, oh oh oh.
Abrió la puerta del cuarto, me abrazó
duro por la cintura y me dejó caer en la cama. Dejó de besarme para quitarse el
bluejean. Yo me quité los tacones y los vio casi triste caer al piso. Entendí
que le gustaron y me propuse recordarlo para una próxima ocasión, si había. Con
una mano me acarició un pezón y me besó el otro brevemente. Yo empecé a
quitarme el bluejean y de repente sus dos manos estaban ahí para ayudarme.
Aprovechó el movimiento para quitarme la pantaleta. Se paró y me vio por un
momento. Aproveché para echar una miradita rápida y discreta yo también.
Esta es la parte en la que te mueres de
la pena, pero no hay tanta luz o sea que relájate y coopera Chechi. OK, eso no
me va a caber. ¿Marico, es en serioooo?
Lo tenía mucho más grande que cualquier
otro que hubiera visto. Cerré los ojos y las piernas por instinto. Me agarró
las dos rodillas y las separó. Me acarició los muslos y me mordió duro.
“Ah,” dije. “Te mordí duro a propósito
Chechi. Pero déjame compensarte, ok?” le escuché. Su dedo empezó a subir de mi
rodilla lentamente una y otra vez. Estaba asustada y excitada y desesperada
porque me lo metiera de una vez. De
repente, sentí su lengua en mi clítoris.
Coñoooooooo...
Menos mal que me depilé. Qué bueno es en
esto.
Me lamió, me besó. Paró. Empezó de nuevo.
Jugó conmigo. Casi pude escucharlo sonreír cuando vió el efecto que su boca
tenía en mí. Lento, después rápido. No tenía que preguntar si me gustaba. Él lo
sabía y se estaba aprovechando de eso. Abrí los ojos para verlo. Él estaba
viendo y midiendo mis reacciones. Conseguirme con sus ojos me dio pena y los
volví a cerrar. Mis dedos apretaron la sábana porque las almohadas estaban muy
lejos.
De repente paró.
Noooo,
¿qué hace?
Se
acercó a una de las mesas de noche y abrió la primera gaveta. Sacó un condón y
se lo puso en tiempo record. Yo aproveché para acomodarme en la cama y poner
cara de que no estaba nerviosa. Puso una rodilla encima de la cama y luego la
otra. Fue acercándose a mí poco a poco y puso un codo a cada lado de mi cabeza.
Finalmente, sentí su peso encima de mí y lo abracé. Me besó el cuello y me vio
a los ojos.
¡¿Qué?!
Empezó a meterlo suavemente.
—¡Ouch!
—¿Te duele?
—Sí, dale más lento porfa.
—OK, mi Chechi.
Que dijera “mi Chechi” fue como un
analgésico. Me sentía suya y lo sentía mío. Me relajé y me concentré en su
boca. Me estaba besando y yo no quería que parara nunca. Abrí las piernas y lo
rodeé. Era incómodo pero ya no me dolía tanto. Daniel avanzaba con toda la
paciencia del mundo. Dejé de besarlo porque quería verle la cara. Un poema. Estaba
disfrutándolo demasiado. “Que sabroso,” me dijo en el oído. “Dame un segundo,
no te muevas,” dije como pude. Tenía que decidir si me gustaba más de lo que me
dolía o vicecersa. Mientras me acostumbraba, permaneció quieto. Me besaba la
frente y me acariciaba el pelo. Yo tenía ocho meses sin tener relaciones con
nadie y se notaba. Empezó a moverse lentamente adentro de mí. Yo me agarraba de
él y poco a poco empecé a disfrutarlo. Me mordí los labios para no hacer ruido.
—No te muerdas los labios, Cecilia. En
esta cama está prohibido no demostrar gritando cuando algo te gusta, ¿quedó
claro?
—OK.
Era imposible no obedecerlo cuando me
hablaba así. Empecé a respirar más duro y a no reprimir los gemidos. Sentí
cuánto le gustaba, empezó a moverse más y más rápido. Me agarró las manos y las
puso por encima de mi cabeza. No me dejó moverlas, ninguna de las veces que
traté. Quería seguir tocándole el pelo y clavándole las uñas en la espalda. O
no le gustaba o le gustaba hacerme sufrir. El control era todo suyo. “Si sigues
moviéndote así, voy a acabar,” le dije. “Acaba, te quiero oír,” me respondió.
Mi cuerpo enteró se tensó en un orgasmo poderosísimo. Así no me hubiera
prohibido estar callada, no hubiera podido frenar el grito que pegué. “Que
divino, Cecilia, así es,” me felicitó.
—Wao…
—Dices “wao” como si esto se hubiera
acabado. Voltéate.
—¿Ah?
Me lo sacó con cuidado. Me volteó sobre
la cama. Me apoyé sobre mis manos y empezamos de nuevo. Me halaba el pelo, me
tocaba la espalda. Se apoyaba de mí y con una mano me acariciaba los senos y la
clavícula. Nunca nadie me había hecho sentir eso. Empecé a gemir sin pena
mientras me hablaba al oído. Me dijo que le encantaba hacérmelo, que era
demasiado rico tenerme así. Mis piernas se abrían, más. Solas. No tenía fuerza
ni control ni poder. Todo lo tenía él. Quería decirle todo lo que causaba en mí
y en vez de eso, sólo podía gemir. Me agarraba y me acariciaba las nalgas más
duro cada vez. Me besó la espalda y me ericé.
¿Él
me acaba de dar una nalgada?
Busqué rabia e indignación para moverme
lejos de él y gritarle que era un falta de respeto. No las conseguí. Iba a
voltearme para reclamar, pero la verdad era que me había gustado. Dejó de
moverse. Él supo leer lo que mi cuerpo hizo y me dio otra, esta vez más duro.
Se apoyó sobre mí para poner su boca
cerca de mi oído.
—¿Alguien te había dado una nalgada
alguna vez?
—No.
—Yo sé la respuesta, no me vayas a
mentir: ¿te gustó?
—Creo que sí—respondí agradeciendo que no
me pudiera la cara de vergüenza.
—¡Qué bueno! A mí me encantó dártelas.
Yo no entendí nada. Daniel no me dio
tiempo de pensar. Empezó a moverse cada vez más y más duro. Su respiración lo
acompañaba. Mi cuerpo se movía con él, sin que nadie lo mandara.
“¡Aaaah!” llegamos y gritamos al mismo
tiempo. Yo me derrumbé del cansancio y él se vino encima de mí. Sudaba y
respiraba rápidamente. Yo temblaba y él me besaba la nuca. Cuando no pudo
seguir soportando parte de su peso en el brazo que tenía en la cama, se dejó
caer a mi derecha. Sin preguntar, me pegó contra él y me abrazó de lado. “Ay mi
Chechi, vamos a gozar una bola tú y yo”.